En esta sección les presentaremos una serie de escritos que reflejan la pasión por Boca Juniors. En esta entrega, conociendo a los ídolos.

Ya había pasado un año, días más días menos de que mi viejo se fijara atentamente a las reacciones que tenía al ver el sueño cumplido a unos mellizos en Sorpresa y ½. Ese programa había permitido que en el clásico del Clausura ’98, dos hermanos, uno  de Boca y otro de la contra conocieran a los jugadores de sus clubes. Yo en una punta de la mesa, no podía creer esa suerte. Con el tiempo, Rubén me diría que ese fue el “click”.

Boca se relamía aún de su título invicto en el Apertura ’98, cuando el médico Eduardo Guidi (h), de Córdoba Capital, le decía a mi viejo que definitivamente, el hecho de que se me hubiera ido esa “especie de asma” era algo psicológico. Todo llevaba a una sola respuesta, y era que el hecho de ser tan fanático de Boca, hacía que cuando perdía y me ponía mal, había algo que vaya uno a saber qué, que me tenía a maltraer con la respiración, por eso respiraba mal, como si fuese un asmático. Seguramente que en otras palabras le dijo: “Su hijo es un tonto, que se enfermó por Boca y tuvo la cura en el mismo síntoma”.

Fue entonces cuando mi viejo, desde la lejana Villa María para Buenos Aires y siendo nadie en el Club, comenzó a llamar y a comentar mi problema. No sé cuántas veces telefoneó a las oficinas de La Bombonera, ni cuanto llegó en la boleta. Lo que sí me acuerdo fue su cara, cuando le atendió “un tipo de Relaciones Públicas”. Tan solo dos palabras eran el pasaporte a lo mejor que me podría haber pasado hasta entonces en mis 10 años. “Pedro Lajst, acordate Juanjo, Pedro Lajst”, me decía mi viejo mientras yo andaba como bola sin manija por tanto cariño paterno.

El “tipo” era el Jefe de Relaciones Públicas y el creador de la Agrupación Boca La Causa, que nunca se supo bien porqué, quedó en manos de su hermano. Pero el verdadero Lajst, el único que había ido siempre a la popular, y acompañado a todos lados a Boca, era el señor que del otro lado del teléfono tranquilizaba con un “ya vamos a ver qué podemos hacer, pero su hijo va a conocer la cancha. Se lo prometo. Es un caso que nunca escuché, y realmente ustedes son bosteros”.

Fue así que el 18 de mayo de 1999, hace exactamente quince años yo arribaba a Buenos Aires. El sábado previo, Riquelme le metía a Estudiantes uno de los mejores goles de tiro libre, y empataba el partido un tal Bruno Giménez, que después ganaría la Libertadores con Boca, pero con Marioni de apellido. Por dentro decía: “Los voy a conocer”, mientras mi vieja me llamaba para ir a comer una torta de un bautismo familiar, que obviamente no estaba llamando mucho mi atención.

Mi Buenos Aires querido…

Un taxi fue el que nos llevó de Retiro a la cancha. Y la verdad es que no sé cómo decirlo. Estaba ante esa mole de cemento, que vibraba sin tener a nadie. Lloraba antes de entrar, en el momento en que entraba y después. Estaba ahí, en mi lugar. Yo sabía que me habían mentido. Que en el Documento aparecía como lugar de nacimiento Villa María, pero mi alma pertenecía a esa República Azul y Oro.

Recreaba en mi memoria el gol de Palermo a Bonano, para ganar 2 a 1, unas semanas antes. La vuelta olímpica del ’98, y cada jugada que me había marcado. Ya me había empapado tanto de la cancha, cuando mi viejo me dijo “vamos”.

El “vamos” significaba, que era hora de poder conocer a los jugadores. Que por medio de Lajst, uno podría entrar a Casa Amarilla y estar a lo más pancho con los jugadores, hablar de la vida, de sus goles, de mis goles… O eso pensaba yo. Por el playón de estacionamiento vimos al Doctor Jorge Batista, quien trató –vanamente- ante la historia contada por mi viejo, que me tranquilizara, que era un deporte, un juego y no sé qué tantas otras cosas más. Era una especie de tío canoso buena onda, que me quería –desde su lugar de Médico- cuidar la salud. Eran días en que mi mejor amigo me confiaba que iba a vivir hasta los 33. El motivo de tan corta existencia, ni más ni menos que Boca.

Entonces ahí, en ese momento, la mano de mi papá sacaba una foto y se la daba al Doc. Ahí estaba yo, con un poster gigante de Palermo y una especie de carta detrás. “Désela si puede, la hizo él y el sueño es conocerlo”. “Como no” fue la respuesta. Pero fue más que eso. Para mí era como el sermón para el más religioso, el fallo a favor para un abogado, o lo que fuere. Ese “Como no” me movió el piso.

El conocimiento

Ya estaba hecho. Ya era una cuestión de segundos conocer a mis ídolos. A los que les hablaba mediante los pósters. Quienes me curaron de esa enfermedad física, pero no de la disfrutada que lleva a Boca como causa.

Llegamos a la puerta de Casa Amarilla y “el” seguridad nos cortó en seco. “Sin una orden escrita no pueden pasar”. Mi viejo se calentó al toque, y no podía hilvanar una frase: “Pero cómo, si Pedro había dicho que… entonces nosotros que somos de lejos… porque cuando vimos al médico… pero me está jodiendo, no me deja pasar al pibe… Cómo podes hacerme una cosa así… la ilusión de él… ¿No tenes hijos?… Pero este se cree que le dan una gorra y maneja una ciudad… Pe… Pe… Pero…. ¡PEDRO! Ya lo llamo y le digo que hable con usted, porque va a ver… es un dirigente importantísimo. Ya lo llamo… Ya…”

“Viejo, dejalos pasar”. Y ahí sí. El mundo cambió. De golpe no hubo guerras ni bombas. Todos éramos felices. No existía la esclavitud ni la discriminación. La pobreza no era algo que se palpaba en Argentina a finales de los ’90. La mente estaba en blanco. El corazón bombeaba más de lo común. Con tan poca edad sabía lo que eran las palabras: “cagazo, adrenalina, emoción, pasión, amor, infinitud, cataclismo de palabras –por no saber qué carajo decir-“. La voz era la invitación al día más importante de mi vida desde que había nacido. Y las palabras eran de ¡Palermo! Sí, Martín. El Titán, el gran prócer. El que había permitido que me cortara el pelo como yo quisiera y me dejar ese jopo, que no me quedaba bien. Uno de los que me cortó la enfermedad, y me alargó la eternidad. El que soñaba con conocer. El que me alzó como a una bolsa de papas, cuando entre corriendo y le decía al seguridad –por dentro- “Botón… es para vos… mirá donde llegamos”. Él que me secaba las lágrimas, el que me decía: “Pará pibe, tranquilo, ya está”. Y yo que no, que no podía ser cierto, que Martín, que el abrazo, que el llanto, que de vuelta a abrazarlo, y que mirá papi, es Martín. El único.

Cuando todo se calmó un poco –o mejor dicho yo- fuimos al entrenamiento ya que Palermo nos dijo que lo esperáramos, que después habría fotos. Las cámaras de los canales, los periodistas y nosotros dos, que no sabíamos cómo carajo había pasado tanto, en tan poco tiempo. Mi viejo me abrazaba, me preguntaba si estaba bien. Y yo no podía decir nada más que gracias.

La misma sensación fue cuando Román me levantó la mano, saludando a una voz finita que le gritaba, o a Bianchi.  Cuando volvimos al hall de entrada y Guillermo, Cagna, el “Vasco”, se quedaban hablando y firmando la camiseta. Entonces ahí andaba Bermúdez y el “Chicho” que mandaba un saludo a la cámara. Y nosotros que pedíamos fotos y autógrafos. Y mi viejo que me veía y yo que lo miraba, y no hacía falta decir más nada. Y la vida que te daba esa cosas inexplicable por primera vez, y gracias a todos los dioses, no la última. Y Martín que volvía, con chinelas y se sacaba fotos, y me preguntaba si estaba más tranquilo. Y que chau, que gracias. Qué suerte. Que ¡Aguante Martín y Boca!

Yo era el nene más feliz del mundo. No entraba en el cuerpo. No me podía sentir mejor, por los siglos de los siglos amén. Y mi viejo que llamaba a mi vieja, para contarle. Y nosotros que no teníamos más ganas de irnos de ahí, y que bueno. Que ya se fueron. Que pensábamos en comer y preguntábamos por donde era conveniente. Y de golpe un llamado al secretario de la entrada y la pregunta: “¿Usted es Coronell? Esperen acá que el Señor Lajst no los puede atender, pero les envía algo”. Y de golpe una bolsa, con el equipo de las inferiores, original.  La campera que me iba justo, un banderín y más cosas de Boca. Entonces sabía que era el día en que el lazo se volvía irrompible con mi viejo. Con Palermo, Román, Bianchi y cada uno de ellos. Y lo mismo con mi viejo de Buenos Aires. Él, tan amante como uno de Boca, siendo el más humilde de los escritorios y el más amigo de los porteños. Él, así, acertándole al talle del equipo, me mostraría que el tiempo era lo que debía pasar para que fuese mi segundo padre.

Aquel 18 de mayo de 1999, dejé mis raíces en la cancha, para volver siempre. Mi alma se abrazó a Boca más que antes, para no soltarse jamás. Palermo me dio ese regalo inolvidable, mi viejo me demostró que siendo desconocido en aquel ámbito, cuando el amor está en el medio todo se logra. Y yo, le dije a Boca, casi susurrando: “Nunca, pero nunca te voy a dejar de amar”.