Riquelme haciendo el gesto del topo gigio.

En esta sección les presentaremos una serie de escritos que reflejan la pasión por Boca Juniors. En esta entrega, a 15 años del Topo Gigio.

El 8 de abril del 2001, había amanecido fresco, gris. Una lluvia molesta, de esas que no se terminan de formar, que a veces amenaza con un chaparrón y vuelve a la garúa, pintaba el domingo en Villa María.

De mi viejo, me separaban unos 300 metros más o menos. Él en el bar frente a la terminal, yo en la casa de Iván. Mi primera vez de verlo en una casa ajena, donde el riesgo era que había hinchas de otros clubes, era porque un año antes, en un domingo gris, en ese bar grité un gol anulado y el hincha de ellos, me cargó hasta que me fui logrando una especie de humillación importante.

Ir a una casa donde hay hinchas de otros clubes es un riesgo. Y más cuando hay que cuidar las formas. Una casa familiar, no es –uno se da cuenta con el tiempo- lo mejor para compartir un Superclásico. Menos cuando de los tres hermanos, uno era cuervo (sin importarle el fútbol), otro de Talleres de Córdoba y simpatizante de Boca y el tercero gallina. Este último, protagonista de segunda, de esta historia.

Y escribo esto, porque el principal, el más hermoso y necesario protagonista, el artífice de la rebeldía, del no callarse, de hacer que todos supieran lo que pasaba. El otro, el que sabía tocar de la mejor manera la más maravillosa música, el que regalaba magia, el que no quiso ser usado, el que se empezó a ganar el respeto de propios y ajenos. Ese otro, es el verdadero protagonista.

A los 36 minutos del segundo tiempo, mientras todos pedían que pateara Román, como decía el periodistas de campo: “Desde el banco piden a Riquelme, eh”; el relator y la imagen mostraban a “Chapita” que clavaba un penal y el 3 a 0 definitivo en un partido imborrable. Un clásico con goleada que servía para alegría en un torneo donde estábamos lejos, mientras la cuarta Libertadores se acercaba. Un partido en el que se había abierto el marcador con un golazo de Hugo Benjamín Ibarra, en su único tanto en los Súper. A los 21’ 30’’ del segundo tiempo, el “Tolo” Gallego se agarraba la cabeza y todos en esa casa de Villa María.

La primera explosión se daba luego de que el “Negro” hacía que la voz quedara casi ronca. Y que el hermano gallina del amigo, se llenara de bronca. Era raro estar allí, viendo un partido en La Bombonera y sentirse “muy visitante”. Desde su ubicación, Eduardo, tiraba maníes, tapas de plástico, con la impunidad de saberse en su casa. Eran épocas de decodificadores, de partidos vistos de prestados en otros lugares, de cuidarse en casas ajenas. De gritar, sacarse con el gol, pero volver en sí, para no quedar mal frente a tanta gente.

Luego del primer tiempo, en que los nervios ganaban la partida, el primer gol era la primera gran alegría y el tercero la gran tranquilidad. Pero hubo uno, muy especial. Hubo uno que marcó un antes y un después como hincha, como entededor de verdaderos héroes, de conocedor de personas vitales, de reconocedor de ídolos influyentes… En la cancha y en la vida.

No fue magia, fue mágico

Corrió y corrió. 50 metros en línea recta, eludiendo abrazos azules y amarillos para llegar al centro de la cancha. Macaya Márquez comentaba sobre lo raro de vitorear a Riquelme más allá del gol por haber errado el penal. Eduardo, en su casa, gritaba: “Miralo al burro, cómo erró el penal”. Lo decía tan fuerte que creía que uno podía dejarse llevar, en ese estado de éxtasis, de felicidad, por sus palabras mala leche. La realidad le daba cachetadas, como el griterío del pueblo al que recibía en su palco el festejo de Román.

Con auriculares y sabiendo que era filmado, no quería ver, no quería saber mucho. Se reía nerviosamente, casi como no queriendo festejar. Riquelme lo miraba fijo, con sus palmas abiertas en sus orejas, para que afinara el oído. Para que supiera lo que quería el soberano. Para que entendiera quien era el que generaba la admiración. Quien hacía venirse una Bombonera abajo con su apellido gritado, aplaudido, eternizado era él. Era el que jugaba por amor a Boca.

A los 72 minutos de juego, luego de una corrida de Clemente Rodríguez y el foul del arquero, el penal enfrentaba a Juan Román Riquelme contra el arquero de ellos. El relato es inolvidable: “Señoras y señores llegará el derechazo del Torero. Allí va el Torerooooo, sal va Constanzo, el Torero ¡Goooool!”.

El gol gritado, llorado, emocionado, sacado con broncas desde adentro, evitaba que miráramos muy bien lo que pasaba, mientras nuestro 10, iba corriendo con su cadenita fuera de la camiseta y sus manos pidiendo paciencia y su espacio para festejar. Porque allí, en la mitad de la cancha luego de marcar en el arco que da a la calle Brandsen, Riquelme fue el que mostró que algo no andaba bien. Que un conflicto con el actual presidente se había profundizado, luego de que el dirigente no le reconocía un resarcimiento en el contrato cuando cayó su pase al Barcelona, cosa que pasaría más tarde.

No solamente le ganó al que estaba en el palco, sino a una dirigencia que aseguraría más tarde que el equipo tenía miedo al fracaso, ellos que mandaban al psicólogo a los jugadores por el tema de los premios, esas personas que “siendo de Boca parecen más de River” como dijera “Chicho” Serna en Brasil, unos días más tarde. Esos que aman más al verde del billete, que de la cancha.

El “Torero” y su marca registrada de gol que se hizo tan popular en el país y afuera. Román que esa tarde regaló un gol, pero más que eso: una manera de ser y sentir. Riquelme, que cuando le preguntaron por la celebración, dijo: “Lo que pasa que a mi hija le gusta el Topo Gigio. Así que se lo dediqué a ella”. Demostrando la calidad dentro de la cancha y fuera de ella. Mostrando claridad en los pases y respuestas.

Cuando la tarde caía, mi viejo me pasaba a buscar tocando fuertemente la bocina. Yo salí con el perfil bajo “a lo Román”, manejando de la mejor manera –como él- la seriedad en un momento de mil pulsaciones. Pero apropiándome de la risa “malvada” de Eduardo. Cuando lo abracé en el auto, nos carcajeábamos, entendiendo que este tipo era muchísimo más profundo y vital, que el que estaba mirándolo desde su palco lujoso; que teníamos en el pecho, lo que después devendría en un póster… ¡Oíd Mortales, el Grito Sagrado… Juan Román, Juan Román, Juan Román!