En esta sección les presentaremos una serie de escritos que reflejan la pasión por Boca Juniors. En esta entrega, los 20 años del “Muletazo”, el caño a Yepes y una noche perfecta…

Faltaba poco para que La Bombonera cumpliera 60 años y para darles el mejor regalo de su cumpleaños, cuando la cancha explotó. Cuando la ciudad explotó. Cuando la mitad más uno del país explotó. Eran los últimos minutos de una jornada que le regalaría al lugar que albergaba ese partido, una de sus noches más emblemáticas. Faltaba poco para el 25 de mayo, faltaban minutos para que terminar ese 24, que fueron eternos…

Fue la noche que no permite olvidarse. Fue la del alarido más estruendoso de todos. Fue la primera de las tres noches que harían de Martín Palermo, Juan Román Riquelme y Carlos Bianchi, ser artífices de las mayores hazañas bosteras.

Fue la noche en que enloquecimos, que saltamos, reímos, lloramos, rezamos… Fue la noche que vi a mi viejo pedirle a Dios por primera vez; la única en la que mi hermana se conmovió con mi pasión; en la que mi vieja me pidió que me bajara de la mesa por si me golpeaba. Pero ella no sabía que, como todos, yo esa noche no podía caerme… estaba volando de sensaciones.

El 24 de mayo del 2000, Boca eliminaba a River para ser semifinalistas de una Copa Libertadores, que ganaría después de 22 años. Nadie sabía que iba a pasar todo lo que vino después, pero esa jornada fue un guiño del destino. Que, sin querer, el técnico de ellos -Américo Gallego- había empezado torcer a nuestro favor, luego de haber ganado el primer partido 2 a 1 en el Monumental, pero sobre todo por los dichos previos que produjeron las risas de propios y la confianza de ajenos.

Era el principio de los abrazos eternos con una gloria inmensa.

La acción

El primer tiempo tuvo de todo menos chances claras. Solo una que hubiese podido ser gol de Gustavo Barros Schelotto, si es que no le hacían penal y Ángel Sánchez no miraba para otro lado. Tenso, apretado. A ellos el empate les servía. Pero no a los corazones del pueblo, que empezaban a latir de más.

El segundo tiempo continuó con el protgonismo de Boca, pero comenzó con el riesgo y la actitud ganadora que un tipo de sweater gris y traje, al costado de la cancha, le inyectó al equipo. Pero, sobre todo, que se habían jurado los jugadores al finalizar el partido de ida.

La garra de Ibarra que subía y bajaba incansablemente; la tapada de Córdoba a Zapata que nos empezó a marcar que se podía dar; el temple de Bermúdez manejando las pulsaciones en el fondo; la tranquilidad de Traverso; la fiereza de Arruabarrena; el dinamismo de Marchant que jugaba como si fuese veterano; el “Melli” Gustavo claro en sus pases; los intentos de Moreno que chocaba contra una defensa de seis jugadores; los piques y peligros del “Chelo” Delgado… Todo estaba manejado y bien direccionado en la sensibilidad del botín y la claridad de Juan Román Riquelme. Fue él quien empezó a preparar la fiesta, cuando hizo una pausa a los 14 minutos, y luego un rodeo, y la puso al segundo palo, y Bonano falló en el cálculo y el “Chelo” con la fuerza de toda la gente arremetió y la atropellad no fue sólo la pelota, si no la popular y la avalancha… Y 1 a 0.

En los próximos 15 minutos ellos tuvieron chances, como una estirada de Ángel que no pudo empujar. Después de eso, nada. Después de que los corazones se detuvieran, ya la mesa estaba servida. Más cuando el DT contrario sacó a Aimar y puso a Pereyra. Varsky desde la cabina pensaba que de esa manera renunciaba al partido. Fue en el minuto 33 del segundo tiempo. tres minutos después del ingreso de un tal Martín Palermo, pero uno antes del minuto 34…

El pensante

La Bombonera se venía abajo cuando Alfredo Moreno fue dando saltitos para dar la bienvenida a Martín Palermo. Ya era ensordecedora, cuando se alinearon los planetas y las piernas de un joven Sebastián Battaglia, que fue con todo el amor propio, hasta que se le cruzó Trotta.

Unos días antes Riquelme en el 1 a 1 parcial del Monumental, había dejado parado a un Bonano estático, que sólo pudo quedarse parado para ser un espectador de lujo de un golazo. En La Boca, lo hizo de nuevo. Pero esta vez recostado sobre su derecha, mientras la pelota entraba sin problemas a la izquierda de su arco. Y el griterío fue peor y la felicidad de Riquelme que quiso abrazar a todos se tradujo en su corrida sin final, por atrás del arco, por el costado de la cancha. Por todos lados, por todo el país…

Ya para esa altura Riquelme era la figura del partido para las crónicas del día siguiente, que argumentaban la elección diciendo que “sus virtudes habituales, de talento y manejo, potenciadas por el coraje para pelear el penal decisivo con un aplomo notable. Fue el conductor de la victoria”.

Pero no solamente faltaba algo en el partido de Boca, que empezaba a pisar a un rival, que ante la impotencia de uno de sus jugadores pisaba al “Negro” Ibarra. Faltaba algo mágico  en el partido de Román. Faltaba que se parara con la pelota sobre la raya, marcado por Yepes.

Faltaba que le tirara la pelota entre las piernas. faltaba que eso hay sido el nombre de un caballo de un fanático de Boca. “Caño a Yepes”, debería ser más que el nombre de un animal. Debería ser una estación donde bajarse del tren, que nos lleva hacia el final. Un lugar para quedarse días y horas, para volver a conmoverse. Por semejante momento de lucidez, de valentía, de calidad, de tutear a la eternidad. Para que se nos ilumine el alma y re escribir lo que alguna vez pensé: “Cuando él la paso entre sus piernas rugió, gritó, el estadio. Se enmudeció la gente de blanco y rojo, continuaron callados. Y los dioses se pararon, lo aplaudieron, lo veneraron. Los dioses se quedaron atónitos frente a tanta belleza. Yepes también”.

Pero, sí ya saben, faltaba algo más…

La epopeya

Las cámaras y los flashes se iban con él. A quien en los meses previos no pudieron agarrar, porque se iba de los entrenamientos cuando no había nadie.

Martín Palermo volvía y estaba en un banco de suplentes, que parecía más un banco en los primeros días del mes. Martín Palermo no sabía que en ese momento dejaba de ser Martín, para ser Palermo. Quiero decir, dejaba al personaje que lo tuvo hasta antes de la lesión, para mostrar un jugador más inteligente, maduro y vital.

Madurez e inteligencia que empezaron a forjarse el 2 de diciembre del ’99, cuando dejó la clínica del Doctor Batista, quien lo había operado. Porque los primeros días que siguieron al 13 de noviembre, cuando Alcídes Piccoli de Colón le arrastró la pierna en un rechazo y con ella todas nuestras ilusiones. Martín roto de su ligamento cruzado anterior de la rodilla derecha, igual se hizo de las suyas. Metió el gol N° 100 de su carrera. Tal vez por eso nadie sospechaba lo que vendría después. La espera más larga que nos tocó afrontar…

Una vez aceptada la realidad, Palermo comenzó con una recuperación para no solamente hacer fuerte su rodilla, si no su cabeza. Fue en esos meses, que se forjó el referente que sería después: una confianza, que aumentaba a medida que lo hacían los trabajos del Kinesiólogo Rubén Araguas y que lo llevó a volver a trotar en los primeros días de marzo.

Martín confiaba y esperaba o esperaba y confiaba. Lo primero cuando dijo que no temía no ser el mismo que antes de la operación. Lo segundo cuando Bianchi a fines de abril dijo que pensaba incluirlo en la lista de la Copa. Cuando el “Virrey” dijo “no tengo apuro en que vuelva”, Palermo ya había empezado a pegarle a la pelota, ya había ejercitado definición… En definitiva, ya había comenzado la cuenta regresiva.

El 9 en esos días no parecía Palermo. Calmo, sin hablar demasiado, poca exposición. Una procesión que iba por dentro y estaba esperando el momento justo para ver la luz.

La luz empezó a iluminar al del mechón -largo ya por entonces- cuando el martes previo al partido, Carlos Bianchi le dijo que iba a ir al banco. Roberto Abbondanzieri contaría que no hablaba de otra cosa que de entrar y meter un gol. Esperar y confiar… Un día antes del partido, en el vestuario “estaba nerviosísimo. Jamás lo había visto tan ansioso. Parecía una fiera enjaulada”, diría José Basualdo. Confiar y esperar.  

 Bianchi sabía que lo iba a utilizar unos minutos. Y le había dicho que de seguro sería así si lo necesitaba. Sabía que lo necesitaba, pero también que Palermo era una bomba de tiempo. por eso, la noche del 24 de mayo ingresó a los 36 minutos del segundo tiempo. Sí, el “9” entraba a nueve del final. Un guiño del destino que había comenzado cuando el “Tolo” le había mojado a la oreja, en eso de no tener miedo si entraba él. El podía poner a un retirado Francéscoli…

Las alegrías de Burdisso y de Battaglia eran las nuestras en esa corrida desesperada. Ellos dos fueron protagonistas de la última jugada de la noche: Burdisso se la pide a Román que no le hace caso. El 10 hace una pausa, ve que llega como una flecha Sebastián. El 22 la puntea, zafa de la marca y desborda. En el área mira a ver qué jugador hay. Sobre la derecha un desesperado Marchant que levanta y agita los brazos. En el medio, en el punto del penal un Martín Palermo que levanta multitudes y agita su alma. El milagro comenzaba…

El “Loco”, que desde esa noche empezó a ser “Titán” para la pelota en el área. Gira como giran los que vuelven después de seis meses, después de una operación, después del dolor, después de la bronca. Palermo gira y se acomoda. Y ahí, con la zurda que empezaría a ser “la zurda”, acomoda la pelota al lado del palo derecho de Bonano. Al ras del suelo, sin potencia, con calidad y claridad…

Entonces el alarido de la cancha. La Bombonera que se intimida de su propio grito. Entonces la carrera alocada de Palermo que sale feliz a buscar a un Riquelme “feli” que está arrodillado. Entonces una montaña humana azul y oro que va a la gloria. Entonces la resurrección es un hecho. La de él y la del “Viejo Boca vencedor”.

Entonces Bianchi aplaude y festeja como si un hijo `se recibiera. Y sí, Palermo se recibe de inmortal. De eterno alegrador de nuestras vidas. Y le grita “Al tordo”, para que no se olvide de quienes no lo dejaron sólo. Entonces mi casa es una fiesta, mi viejo llora conmigo, y salgo corriendo a la calle alocado. Y la mitad más uno del país enloquece.

Entonces no le tememos a la muerte por un segundo y agradecemos estar vivos para ser testigos de esto.

Entonces ahí están ellos y nosotros. Y Bermúdez que se emociona y Palermo que es llevado en andas. Y está toda la cancha encendida, más iluminada que nunca. Más retumbadora que siempre.  Con más carnaval que todas las noches de hazañas.

Entonces estamos llorando allá, con él. Y le declaramos un amor inquebrantable. Porque fue la noche en que entendimos que de la mano de Carlos Bianchi todo podía pasar. Que, bajo la estela de Román, podíamos creer. Que, con el equipo de caudillos, nos podíamos animar a todo. Fue la noche en que confirmamos que con los goles de Palermo podíamos soñar despiertos. Fue la noche en que le hicimos un homenaje a él. Fue la noche privados de toda razón, sin privarnos ni un poco de pasión. La noche de la locura generalizada.

Las fotos son de la cuenta de Twitter Regina Falangi