En esta sección les presentaremos una serie de escritos que reflejan la pasión por Boca Juniors. En esta entrega, a 15 años del River – Boca de 1997.

Hace dos días ayudé a un hincha de los otros a comprar su entrada. Esto lo hago únicamente por él, porque sé que la gentileza, cuando sea necesaria, será devuelta. No hablamos mucho. Los dos nerviosos. Él por el sistema de canje, yo porque ya comenzaba a vivir el clásico. De tanto en tanto nos chicaneábamos y los cantitos no faltaban. En medio de las apretadas a la tecla de la computadora, para que actualice tal o cual página, él comenzó a apretar más fuerte, y como queriéndose no acordar, me dijo: “Fue el del sandwichito ¿no? Ah sí. Esos goles se los cobran ustedes nomás. Como el de Palermo colgado al travesaño, como tantos otros…”

Yo le había dicho solamente: “Dentro de dos días se cumplen 15 años del River – Boca de 1997. El del gol de Palermo…”

Hoy se cumplen 15 años de aquel día.

Yo, como escribí hace un año, corría a mi primo gallina con la etiqueta de cerveza Palermo en la frente. Maradona se despedía del fútbol. El más grande de la historia se iba. Decía chau, en el club de sus amores.

Pero no sé cómo contar esta historia. Son tantas cosas que no sé. Trataremos de hacerlo lo mejor posible. Pensé en el cambio del entretiempo, donde dos de mis ídolos eternos se cruzaban. Uno era para salir, el otro para entrar. Uno con la diez, que le iba a ser heredada al que ese día llevaba la 20. Uno es Maradona. El otro Riquelme.

No sé si empezar con el festejo loco de Diego al final. Las señas y su bosteridad que le salía de los poros. O su frase de que “en el segundo tiempo se les cayó la bombachita”. Ese gris de Villa Nueva, pegado a mi ciudad, donde estaba, se contradecía con el color de la tribuna de Boca. Sí. Color y calor, como de costumbre.

Menos aún sé si hacer de esto un informe de los ídolos espontáneos por un clásico como lo fue el “Huevo” Toresani. Él empató el partido luego de que Berti adelantara a los primos (léase hijos). De Román, para Solano, él a Latorre y “Gambetita” entre cuatro de ellos le ponía la pelota a Toresani, para que definiera de tres dedos. Más tarde, el Chelo haría de eso su jugada característica.

Iba a empezar con la característica del informe del noticiero de Telefé de aquellos tiempos, donde un hincha de River se iba enojado, porque hacía desde 1990 que no le ganaban a Boca. Eso es una costumbre. Pero el tipo era de Boca y al final se reía. Otra costumbre, la de los bosteros en plateas de River para ver a Boca, y festejar.

Podría haber empezado con la figura de Córdoba, que en esos primeros momentos tenía actuaciones con altibajos, pero que ya se veía –o por lo menos en este clásico- lo grande que iba a ser después.

Pero me decidí. Voy a empezar por el segundo gol. Que de hecho, es el comienzo de esta nota. Primero para hablar de Bermúdez. Uno de los jugadores que más me identificó y que me marcó. Que fue uno de los que más sintió la camiseta y que se dio cuenta de que se trataba Boca. El que supuestamente tapa a Burgos, pero es este último que no lo sabe esquivar. Eso fue gracias a la viveza del “Patrón”. Jugador vivo si los hay, que sabía manejar bien todo. Y cuando digo todo es defensa, razón para jugar y corazón para ganar. El fútbol, ya sabemos, muchas veces es para los vivos…

Como Martín. Como lo mejor de ese día. Que tuvo la viveza de ir a buscar el cabezazo de Arruabarrena que se elevó por los aires, y él, fue con su amor a cuestas, las críticas de esos días y el empuje de toda la gente Xeneize. Se elevó, como sólo él lo podía hacer, y cabeceó. La pelota pica y se mete. Nadie de blanco y rojo puede sacarla. Y la locura. La locura que se desató…

“Hijos nuestros morirán” canta la hinchada. Tití Fernández comentaba que en el banco de River no decían nada “están muertos” afirmó.

Ya había pasado la amarilla a Martín por el festejo loco de cara a la gente. Ese gol, lo marcó a él y a mí. Yo entendí como era el sufrimiento. Lo enfrenté. Lo miré a la cara para avisarle que me iba a hacer pasar malas tardes, pero que siempre, estando los colores azul y amarillo, la última palabra la tendría yo.

El primero de Martín a ellos, el primero de tantos que lloré, con escasa edad. El grito loco al final del partido. El recuerdo imborrable. La alegría que era felicidad en ese momento. La felicidad que es la alegría de ser bostero día a día. Los años en que lo dulce no estaba y que de tanto en tanto probábamos una cucharada.

Hace 15 años entendía lo que era el placer de los clásicos. Y la experiencia es lo que merece ser contado. Un día como hoy, Palermo me hacía llorar, Riquelme me hacía gozar, Maradona me hacía agradecer ser bostero y argento. Un día como hoy, entendí que a veces los resultados no acompañan, pero nadie te quita lo bailado. Lo gozado, lo festejado. Y más si se trata de un Superclásico.